Triálogo sobre la evolución

La semana pasada se celebró en el instituto un intenso debate de dos horas sobre la teoría de la evolución. El emocionante “triálogo” (debate a tres) lo protagonizaron profesores de disciplinas muy dispares: biología, filosofía y religión. El público estaba compuesto por una mayoría de alumnos de Bachillerato y por unos pocos profesores infiltrados (de biología, inglés, lengua y filosofía) que también participaron en esta discusión sobre la naturaleza humana y la evolución.

No creo que pueda mejorar los argumentos que se esgrimieron aquella mañana. Como (falso) periodista del evento, resumiré las ideas que se trataron y mostraré algunos brillos de lo que mi gremio llama “asuntos de interés humano”. En la universidad aprendí el arte de sesgar involuntariamente la información, así que tengan en cuenta que esta breve crónica quizás no haga justicia a los hechos. Mi “deformación profesional” me impide ser totalmente objetivo.

Tengan presente también que este tipo de debate no es nuevo. En 2012, el biólogo Richard Dawkins se enfrentó a Rowan Williams, arzobispo de Canterbury; un año después, el físico Lawrence Krauss libró otro combate dialéctico con el teólogo Peter Rollins. Según los periodistas, ambos debates acabaron en empate. ¡Qué decepción! Imaginen un diario deportivo que relate el empate de un partido de fútbol y no diga nada sobre la posterior tanda de penaltis.

Yo no evitaré hablar del resultado final. Creo que la discusión la ganó el profesor de biología por el modo en que se había articulado la contienda. Él tenía una aplastante mayoría a su favor y eran los otros profesores quienes tenían que ofrecer pruebas extraordinarias para llegar a conclusiones extraordinarias. En la época de Aristarco, Copérnico o Galileo, las cosas hubieran sido al revés. Es decir, la ciencia ahora es una evidencia, pero no fue siempre así. Eso es lo que sostuvo el profesor de filosofía, pero tenía que convencer al público con el vocabulario de su contrincante. Decir que la evolución es ahora una evidencia, pero que casi nunca fue así, es una curiosidad histórica que al profesor de biología le parecerá irrelevante. Por su parte, el profesor de religión necesitaba introducir una “hipótesis” (Dios) que resulta innecesaria para la actual comunidad científica. Como dijo Laplace a Napoleón cuando este le preguntó por qué no había mencionado al Creador ni una sola vez en su libro: “Nunca he necesitado esa hipótesis”.

La evolución, según el profesor de biología, no está guiada, algo que no comparte necesariamente el profesor de filosofía y que con toda seguridad rechaza el profesor de religión. Para el filósofo, el azar absoluto o las mutaciones incontroladas impiden la predicción y rompen el “principio de razón suficiente”, es decir, que todo responda necesariamente a un fundamento, a una ordenación lógica. Por su parte, el teólogo apelará a un orden cósmico tan asombrosamente perfecto que sugiere (o más bien demuestra, según Tomás de Aquino) la existencia de un ser superior que ha posibilitado el universo así como el debate que estamos comentando en estas líneas.

El profesor de biología rechaza que haya una diferencia sustancial entre el ser humano y los animales. Los humanos somos animales, nos guste o no. El profesor de filosofía cree que la libertad humana no se puede explicar en términos evolucionistas. Estoy bastante de acuerdo con mi colega filósofo, ya que solo nosotros podemos leer libros como El bonobo y los diez mandamientos del primatólogo holandés Frans de Waal, obra que paradójicamente da la razón al profesor de biología.

Un alumno intervino para exponer su particular “viraje existencial”, un cambio drástico que empezó en el creacionismo (Dios ha creado el universo) y el teísmo (Dios interviene en el mundo) y que acabó, contra todo pronóstico, en el evolucionismo. Cabe preguntarse si ha sustituido un dogmatismo (tener ideas férreas que no se someten a la crítica) por otro (la ciencia como la nueva religión). Por otro lado, una alumna decía creer en Dios y en la evolución al mismo tiempo. Reconocía que la teoría evolutiva atenta contra sus ideas religiosas, y que sin embargo seguía creyendo en Dios. Aquí podríamos preguntarnos si la fe es una idea que “parasita” nuestras mentes o si, por el contrario, es un salvavidas para evitar sentirnos absolutamente desamparados en el mundo. El biólogo apostaría por la primera opción y el teólogo por la segunda. El filósofo se quedaría en un término medio, ya que su ambición, expresada públicamente, consiste en hermanar las ciencias y las letras, uniendo la razón teórica con la razón práctica. Yo me contento con no haber distorsionado en exceso las posiciones de cada uno de ellos.

El debate apunta hacia la Ley de los Tres Estados de Augusto Comte. Este filósofo y sociólogo francés, que apostató (abandonó la religión) a los catorce años, creía que había un proceso evolutivo en el pensamiento: el estado teológico (habitado por deidades personificadas) sería sustituido por el estado metafísico (poblado por deidades abstractas) y este finalmente se vería reemplazado por el estado positivo (basado en el poder predictivo de la ciencia: “conocer es prever”). Como podéis imaginar, cada uno de los profesores representa uno de los tres estados.

Comte promulgó una “religión basada en la ciencia”. Él sería el Papa. Los dogmas serían las leyes de la ciencia. La Biblia sería su Catecismo positivista. Sus ángeles y arcángeles, los científicos y los industriales. La fascinación por el mundo científico no es casual. El siglo XIX vivió de lleno la exaltación romántica. Así, la filosofía comtiana fue una expresión más del romanticismo, transformando el deseo de infinitud en un canto al progreso científico. Al profesor de biología esta nueva curiosidad histórica le importará más bien poco. El filósofo, por su parte, insistirá en el carácter “acrítico” de ese optimismo científico. Por último, el teólogo sostendría que la religión de la ciencia “comulga” mejor con una sociedad basada en la fe católica.

El “triálogo” sobre la evolución no estuvo guiado… como mandan los buenos cánones de la teoría evolutiva. No obstante, el profesor de inglés ejerció de discreto moderador. ¿Habrá sido el Arquitecto de este coloquio? No estoy seguro, pero sé que la discusión merece una segunda vida y deberíamos, por el bien de la educación pública, “resucitar” el debate cuanto antes.

Andrés
Profesor de filosofía

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